Cuetzalan, paraíso terrenal…
Carlos Ferreyra Carrasco.
Recorro los caminos cercanos a Oriental, Libre, Cuyoaco, poblados que se enfilan a Cuetzalan, con toda certeza uno de los más hermosos pueblos indígenas del país. Donde aún se conserva la dignidad y la simpleza del respeto al prójimo.
Domingo temprano, alojado en el hermosísimo rancho del contador Rigoberto Cordero y Bernal, voy temprano al pueblo donde en las escaleras del Palacio Municipal hay vendedores, entre otros, de frescos pescados que ahúman y luego asan. Bocatto di cardinale, decía un amigo toscano.
Pregunto cuánto por el canasto repleto de esas delicias. Me da un precio modesto, le sugiero que cobre un poco más a lo que responde aumentando ligeramente su pretensión comercial.
Es un indígena entrado en años, fibrudo y como suele ser, con sus blancos dientes completos y sin necesidad de aparatos para ver o para oír.
En algún idioma ajeno del que ni siquiera sospecho si es lengua vernácula o habla en ruso (hoy que está de moda), cuenta las piezas que coloca cuidadosamente en hojas de papel periódico.
Considerando el precio de cada pescado era evidente que el precio total con canasta incluida, era mucho menos que la tercera parte. Sin cambiar el gesto ni revelar emoción alguna, simplemente dictaminó arrastrando las eses finales: Ya me chingatesss.
Alegata de más de media hora para convencerlo que de mi parte no hubo mala fe y que quien decidió el precio fue él. No fue la parte más álgida sino la que correspondió al intento para convencerlo de que mejor cobrara por pieza.
Se negaba con terquedad insuperable mientras repetía el mantra de “ya me chingatesss”.
Se asomó por allí un curioso, conocedor de las costumbres locales, que interrumpió abruptamente lo que amenazaba convertirse en pleito cantinero. Con voz pausada, sin inflexiones explicó:
Mira, lo que el señor te está diciendo es que la diferencia de precio quiere que se las entregues a tus nietos…
¿Y si no tengo nietos, y si tengo mujer..?
Con las cabezas casi juntas hablaron y de pronto el hombre, satisfecho con el arreglo, aceptó el dinero y se retiró. Hice lo propio ante la mirada desaprobadora del resto de vendedores presentes.
Llegué muy orondo con mi canastita y claro, le conté a Rigoberto lo que había pasado. Estaba muerto de risa y mediante una extensa clase de antropología, me hizo saber que los habitantes de la región sólo tenían una palabra, misma que sostienen así les vaya la vida.
Y más, le pareció extraño que hubiese aceptado un obsequio destinado a su esposa, de cuya intimidad son celosísimos. Le aclaré que ni escuché ni pregunté cuál había sido el argumento válido.
Aprendí en esa oportunidad que sí hay un pueblo bueno que en este estado termina apenas pones un pie fuera de la región indígena, particularmente de Cuetzalan. Unos minutos de camino y al cruzar Oriental te enteras del más reciente descarrilamiento ferroviario.
Sí, porque descarrilan trenes para saquearlos; antes y vecinos de Libres, en Payuca se refugian los huachicoleros que además agarran a balazos a los municipales y se lían a tiros hasta con el Ejército.
Y en Cuyoaco clausuran gasolineras guachicoleras que sin demasiada demora son reabiertas. Y de allí hasta San Martín Texmelucan cuyo centenar y medio de agentes uniformados están presos bajo cargos relacionados con venta de gasolina robada y con tráfico humano.
Tlaxcala, se sabe, es la cuna del padroterismo nacional y de la generación de prostitutas, gran porcentaje enviadas a prostíbulos gringos de la frontera común.
En un cálculo arbitrario y bastante irresponsable, concluimos que es evidente que tenemos un pueblo bueno, pero más evidente aún, que somos más los que integramos el pueblo malo. Ese que está esperando la volcadura de un camión y se apura a robarse la carga mientras deja morir al chofer y sus ayudantes.
¿Cómo hará el señor en cuestión para separar la paja del trigo? Pensamiento apropiado para quien tiene como vocación y destino una Iglesia. Así sea la propia.
Como Maradona, pues…
carlos_ferreyra_carrasco@hotmail.com

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